lunes, 7 de diciembre de 2020

Pontevedra. Mi viaje

      Allá a lo lejos va quedando Vigo, con sus casas macizas y opulentas. El tren se detiene en Redondela, para enhebrarse luego en un túnel fugaz. A poco de este túnel hay otro, y otro enseguida. Después, sobreviene un nuevo descanso, en una estación fragante. Pasados algunos minutos, se atisban ya las esbeltas torres de la Peregrina, el remate extraño de Santa María la Mayor, las azoteas floridas de algunas casas...
     Es Pontevedra, la riente Pontevedra. Yo he enviado al hotel mi sencillo equipaje. Solo, y en silencio, recorro las primeras calles de la ciudad. Siento en mis costillas una presión férrea  y me veo entre los brazos vigorosos de Prudencio Landín. Con Prudencia está Isidro Buceta, joven de gran talento y cultura amplia.
     Yo adelanto, contentísimo, por estos dulces encuentros. Una cosa viene a regocijarme aún más. Y es, al descubrir, sobre el blanco muro de una casa, ciertas letras que dicen: Farmacia de Valle-Inclán. No me detengo a hacer comentario alguno, no quiero perturbar mi alegría franca y sonora con algunos laboriosos momentos de análisis...

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     Pontevedra es un pueblo silencioso y tranquilo. El polvo que cubre las calles apaga el rumor de las pisadas, como si quisiera proteger un secreto. Nada apenas se oye. Solo, de tiempo en tiempo, la campanilla del tranvía que va a Marín, o el agrio pitar de una locomotora. Es aquel, sin embargo, un silencio amable y bondadoso. No hace pensar en el sosiego de los claustros ni en la tranquilidad de los cementerios. El viajero creyérase ante un cinematógrafo. La gente atraviesa las calles, y aquel continuo ir y venir de la muchedumbre evoca esas cintas fugaces, que se descorren ante nuestros ojos, sin ruido y llenas a la vez de movimiento y de vida...
     Pocas ciudades tiene Galicia tan interesantes como esta. Sus pobladores se saludan como en un salón, seguros de encontrarse al poco rato. Hay siempre una afabilidad cariñosa, una cordialidad dulce y sincera... Encuentro a muchos amigos de otros días, entablo amistad con personas que no he visto hasta hoy. Y todas hablan, al poco tiempo, de literatura y de arte. Aquí, los negocios, las conversaciones de negocios, casi no interesan. Es como si Pontevedra, convencida de su don más alto - el don divino de su gran hermosura - lo confiase todo, afanes y esperanzas, a la poesía que sepa cantar sea belleza milagrosa, y a la literatura que sepa popularizarla...

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     Un hombre, de trova y corbata luenga, que ha pasado entre nosotros, es un célebre escritor, aquel joven, que por allí viene, con la mirada vaga detrás de unos cristales, suele enviar, a periódicos de Madrid, unas crónicas llenas de colorido. Y si entramos en un café, este café tiene las paredes decoradas con gusto, con gracia y con modernidad. En uno de los paneux un poeta lee sus versos ante cierto público de exaltada elegancia. Más allá, unas parejas bailan. Y tiene tal realidad la escena, que, si sonase una música - un vals - estas parejas parecería que realmente bailaban en nuestra presencia...
     Voy a uno de los casinos, lujoso y enorme. Cubren las paredes valiosos tapices y espejos profusos. Los muebles son de una elegancia solemne y grave. En otro de los casinos la nota que culmina es muy diferente. Hay aquí galerías amplias y un jardín risueño, sobre el mar. Las luces postreras del día acarician este mar, suavemente, y a lo lejos se ven grandes masas oscuras - que son bosques sombríos cuando el sol asoma por detrás de las montañas -copiándose, serenas, en la superficie inmóvil.

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     Pontevedra es un pueblo encantador, lleno de recuerdos y lleno de historia. Todavía, en una de sus calles, negra y augusta, se alza una pared de la casa donde vivió Fernán Pérez Churruchao. Hay aún otros sitios, otras piedras que saben muchas cosas de antiguos recuerdos y de vidas lejanas. Los pontevedreses que están conmigo nada, sin embargo, me dicen de esto. Y solo ofrecen, a mi admiración, los alrededores de la ciudad; solo me hablan del Lérez, y de Lourizán, y de Monte Porreiro. Y si, con la fantasía, cruzamos las calles, es para detenernos ante una casa, fragante de rosas, donde está la mejor biblioteca de la región; aquella biblioteca formada, lentamente, con entusiasmo y con cariño, por ese hombre admirable que se llamó Jesús Muruais.
     Si yo escribiese hace años esta crónica, pudiera muy bien, sin miedo a la compasión de quien la leyese, decir que, si Santiago es nuestra Roma, Pontevedra debe recordar la Atenas de los tiempos mejores. Aquí alienta algo del espíritu que hizo tan grande, en la historia, a esta ciudad; aquí el arte tiene consideración de cosa santa. Por el paisaje donde la villa eleva el sol las torres de sus templos, corre el agua sin descanso y sin medida; al pie de los puentes, hay bosques donde de no existir la Grecia pagana, pudiera muy bien Júpiter haber conocido a Europa. Y para mayor semejanza, en los viejos códices, al nombre de la ciudad, se une gloriosamente una palabra santa que dice: Helene.

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     Imposible dar, acerca de Pontevedra, con solo algunas líneas, una impresión justa. La ciudad y sus monumentos y sus alrededores, andan descritos en recios volúmenes que todavía dicen poco. Yo me impongo el dolor de un renunciamiento, y refreno todos mis entusiasmos, para seguir la ruta de este viaje fugaz.
     Con mis amigos, retorno al centro de la villa. Encerrados en globos de cristal refulgen, en la soledad de estas calles, limpias y silenciosas, unas luces mortecinas. Hundiendo su tronco entre las losas veo, aquí y allá, unos árboles venerables. Destacando con el noble tono de la piedra secular, aparecen, de tiempo en tiempo, sobre blancas fachadas, unos escudos enormes y antiguos. Ahora, lo que ante mí se muestra, es una larga calle, bajo soportales, casi todos blanqueados de fresco. Una regular muchedumbre pasea lentamente. Y, hasta mis oídos, llega el rumor de las conversaciones, lánguidas y durmientes, como si se alzasen en la antesala de un enfermo...
     Allá arriba aparece la luna. Su luz amable viene a esclarecer gran parte de la ciudad. Los soportales quedan envueltos en una penumbra dulce y saudosa. A lo lejos se escucha el rumor lánguido y apagado de un orfeón que ensaya sus canciones. De las calles han ido retirándose los paseantes. El silencio es ya absoluto. Y entonces se oye el eco de una campana y la voz lánguida, perezosa y lenta, de un hombre que, en un son de salmodia, hace una invocación a la virgen, dice cual es la hora que acaba de sonar, y asegura - él tendrá sus razones para decirlo, - que el cielo está nublado.

EL HIDALGO DE TOR. Pontevedra, 30 de mayo.

La Voz de Galicia 1 de junio de 1907.



1 comentario:

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